CASA QUE ARDE (publicación)
EDICIONES DOCUMENTA/ESCÉNICAS, 2015, 144 PÁGINAS.
Emilio García Wehbi hace una apropiación literaria de la famosa pieza “La casa de Bernarda Alba” de García Lorca para tomar al hogar como un espacio microfascista cerrado en el cual la mujer se ve sometida a una estructura falologocéntrica y religiosa que suprime su potestad y voluntad. “Casa que arde” propone un acceso contemporáneo a una sociedad dominada por los hombres que toma de rehén al cuerpo femenino. La escritura está marcada por una arrolladora fuerza verbal donde además de Lorca juegan un papel importante listas de productos farmacéuticos, mitos griegos, Levi-Strauss, Fausto, textos de "Fantasías masculinas" del sociólogo alemán Klaus Theweleit o de "La invención de la histeria" del historiador del arte Michel Didi-Huberman, así como el universo visual y textual del artista estadounidense Henry Darger, la música de Gustav Mahler o el reality americano "Little Miss Perfect", entre otros. Estos materiales son parte de los lineamientos formales y conceptuales que centra su estrategia en la estructura opresiva del discurso masculino construyendo una reflexión poética acerca de la problemática de género. Siendo fiel a su estilo, Wehbi habita el espacio de la re-escritura proponiendo un juego donde los textos van perdiendo su contexto al mismo tiempo que componen un paisaje nuevo donde el origen no deja nunca de resonar.
Prólogo del libro, escrito por Federico Irazábal:
EL AUTOR COMO PRODUCTOR, EL AUTOR COMO INTÉRPRETE...
Lo primero que produjo la noticia de que Emilio García Wehbi se encontraba preparando una versión (luego llamada “a partir de motivos”) de La casa de Bernarda Alba de Federico García Lorca fue sorpresa. Dos universos estéticos se encontraban de manera imprevisible. ¿Qué podía salir de aquel encuentro? ¿Hay un diálogo posible entre el autor representante por excelencia de la modernidad española y García Wehbi, quien se ubica en una reacción crítica ante la discursividad posmoderna sin volverse por ello mismo moderno? Las preguntas podrían expandirse hasta el infinito, pero como podrá juzgarse a partir de la publicación de este libro, Casa que arde es un perfecto documento de su tiempo, así como lo fue La casa de Bernarda Alba del suyo.
Detalles, fragmentos, zonas del teatro lorquiano se enraízan en el teatro de Wehbi de manera más que singular y se vuelven explícitas en esta apropiación violenta del personaje de Bernarda Alba y de su imaginario. Lorca, como parte de su propia modernidad, fue un experto en la construcción de figuras poéticas que refieren a la fertilidad con asociaciones (comparaciones, metáforas) de fenómenos provenientes del reino de la naturaleza, y muy preferentemente de la botánica. Semillas y brotes aparecen en su obra, poética y dramática, dramática y poética, sin distinción. Permanentemente se recurre a la creación de estas figuras literarias como forma, tal vez, de naturalizar la descendencia y así volver salvaje y despiadada a la institución que, cristiandad mediante, la envuelve y legitima: la familia. Bodas de sangre es tal vez una de esas obras en las que puede verse cómo el mundo de las plantas explica parte del conflicto. Y Wehbi –alguien que en lo íntimo no está para nada alejado del mundo de la flora- saca provecho de estas figuras y repite, en “La canción de los úteros resistentes” que no nacimos para semilla. Así abre este coro de niñas que hacen resistencia desde sus úteros.
Y es desde esta resistencia desde donde puede pensarse parte del artificio a partir del cual Wehbi construye este aparato estético-ideológico denominado Casa que arde. Si Bernarda Alba es en Lorca el resultado de una cultura, Bernarda Alba es en Wehbi la cultura misma. Y por ende, es en ella donde parte del artificio se asienta. Alba aquí es literatura, porque eso es lo que ella es: un personaje icónico de la cultura hispano parlante. Así Wehbi puede liberarse del realismo y de su verosímil y jugar con representaciones simbólicas que convierten a Alba en el resultado del imaginario social: “Bernarda entra muy lentamente, como un fantasma negro. Parece no desplazarse, pero lo hace. Se nota por los surcos que sus garras van dejando en el piso. Se ubica en el centro de la casa. A lo largo de su monólogo se transforma definitivamente en un cuervo”. Fantasma, desplazamiento, garras, cuervo… Caracterización literaria de un narrador que no se oculta. Y al decir narrador surge la pregunta inevitable: ¿Hay narración en el teatro? La academia y la crítica siempre sostuvieron que parte de la singularidad del texto dramático consistía precisamente en su ausencia. Sin embargo esta aseveración podría ser fuertemente cuestionada y encontrarlo como huella, como resto, o como afirmación autoconsciente del carácter narrativo de la propuesta. ¿Cuánto hay de literatura en el teatro anaurático/posdramático? Alba hoy es literatura, no cabe duda. Alba sólo puede ser la representación de Alba. El tiempo y sus temblores (en la historia social, política, artística) hicieron de Bernarda Alba un títere de sí mismo: lo único que puede hacer es representarse a sí misma, envuelta en una clara consciencia de aquello que encarna. Hacer una representación realista/dramática de Alba es negarle su propia inscripción en la cultura. Wehbi entiende esto a la perfección y por ello le pone esas ropas y la lanza a la escena para que sea lo que se espera de ella una vez que queda despojada de la máscara de crueldad que la caracteriza y se convierte, simplemente, en una resultante social. Y lo primero que Alba dice, impone, es el silencio. La Alba de Wehbi y la de Lorca coinciden en ello. Sólo que en una, la española, el silencio es posibilidad. En la de Wehbi carencia. “Pero para ella el silencio no hace silencio. / Porque el ruido está en su cabeza”, dice Wehbi. El narrador se permite opinar acerca del estado mental de Alba. ¿Pero cuál es el ruido específicamente que ella escucha? ¿Cuál es su sentido? Y más aún: ¿Cuál es la fuente?
Y es en este punto en donde se encuentra una de las principales matrices diferenciales entre uno y otro personaje. El de Lorca habla, el de Wehbi cita. Ninguno de los dos alcanza a ser plenamente consciente acerca del modo en el que el mundo habla a través de ellos. En ambos la ideología triunfó y en ambos se encuentra la alienación en un estado puro. En donde se ve la diferencia es en la mirada que desde afuera (el narrador y lo narrado) podemos hacer de ambos. La Alba de Lorca es un personaje moderno, que se encuentra atravesado de la constitución ideológica que ya entonces se estudiaba con fuerza: de qué modo las distintas instituciones sociales, culturales, religiosas, artísticas hacen hablar al sujeto. La Alba de Wehbi parlotea, como un cuervo que grazna. Y su lenguaje –aquel que la Alba de Lorca creía propio, absolutamente propio en su tiranía- queda reducido a pura cita. Pero no una cita al estilo moderno, en donde se percibe con claridad cuál es la cita, quién cita, a quién cita y dónde inicia y dónde acaba la cita. Esta cita responde más bien a una concepción dialógica del lenguaje, a lo Bajtín. Alba habla y en el momento mismo de hablar sólo puede percibirse que en realidad es hablada. Cada tanto, muy de tanto en tanto, explicita el procedimiento: él decía, mi Agamenón decía. ¿Pero dónde habla él y dónde habla ella? ¿Cuál es el inicio y cuál es el final de cada cita? Y todo esto que podría quedar restringido a la esfera de la ficción estalla y nos atrapa cuando explicita un proceder sobre el que la cultura, en términos hegemónicos, no duda. Moisés dijo que dios dijo, pero Dios, ¿dijo?. Si las tablas son el resultado de un dictado sólo la confianza en Moisés puede convertir su letra en dogma. La Alba de Lorca representa un conjunto de normas sobre las que nadie dudaba (Alba, sus hijas, criadas y mujeres habitaban un mundo de grandes certezas, con la religión como una de ellas). La Alba de Wehbi habita un mundo mucho más débil, más frágil, más cínico. En él no hay certeza en lo que a todo esto respecta. La única certeza es que la palabra de Alba está hecha de restos de otras palabras dichas, y son esos mismos restos los que van amontonándose como ruinas, sin orden, sin jerarquías. Y acá es donde la estética de Wehbi entronca con su propia tradición: el teatro de Wehbi es un teatro hecho de ruinas, de desperdicios, de basura. El teatro de Wehbi, su dramaturgia y su escena, es el resultado de aquello que queda como resto social. ¿Pero qué es la basura sino aquello que precisamente más habla de nosotros? Bernarda Alba es el monstruo, es la madre, es la familia, es el catolicismo. Todo ello llevado al paroxismo, en drama devenido en tragedia. Esta nueva Bernarda Alba es la parodia de todo ello en tanto no puede ser sino pura representación de su propia monstruosidad, su propia maternidad, su propia construcción familiar, su propio cristianismo. Ese es casualmente el chiquero al que refiere Bernarda cuando sostiene que “este es mi chiquero. Y sus límites son mayores de los que ustedes quieren asignarles”. Bernarda –en su casa, en su reino- nos explica una cuestión muy básica, proporcional: el chiquero se expande, se desarrolla, crece. Y con él la basura, los restos, los desperdicios. Todo aquello que a la sociedad le sobra y, por ello, abandona, ocupa cada vez una mayor dimensión. Y se expande tanto, amenaza, que sus límites se vuelven dudosos. ¿Qué está dentro y qué está fuera del basural? ¿Quién es el rey de este basural y, por ende, su legítimo orador?: “Entonces os digo: haced esto y veréis que serás nombrado rey, siempre que lo hagáis con discreción, puertas adentro. Haced todo esto y entonces yo os acogeré, y os cobijaré en mi regazo y protegeré por siempre, como el buen pastor que soy; sólo esto os digo, decía él”. Para cuando el texto repone al verdadero enunciador, el lector estará lo suficientemente lejos de su fuente como para saber, con certeza, qué es lo que decía él. Bernarda regurgita, escupe palabras ajenas no porque carezca de discurso propio sino porque el discurso propio, en el universo Wehbi, carece de sentido si no es, únicamente, como acto ético, responsable, de la apropiación de la cita.
Hablar, parlotear, gemir. Poco importa la diferencia. En todos los casos se trata de citar sin que la cita sea, como en la modernidad, una cita de autoridad. “Dolorida su mandíbula de muñeco de ventrílocuo”, así finaliza Bernarda su primer largo monólogo. La referencia a la mandíbula funciona como figura metonímica para devolverle la animalidad al monstruo, al mismo tiempo que el monstruo es mostrado simplemente como un muñeco hecho de palabras ajenas (las del ventrílocuo). ¿Pero dónde está el hablante original? Perdido detrás de los restos, de las sobras, de la basura. Y probablemente por más que revolvamos en el basural él encontrará el modo de mutar, de transfigurarse siempre en otro para no ser jamás descubierto.
Ya lo hemos dicho en otras oportunidades pero amerita repetirlo: teatro de la ideología. Eso es, también, el teatro y la literatura de Wehbi. Observa el fenómeno de lo ideológico y le encuentra forma estética. Y si fiel al conocimiento de su tiempo, Bernarda Alba es para Lorca la encarnación de la ideología, en Wehbi muy por el contrario ella es simplemente un eslabón más de una cadena infinita y, por ende, inmodificable, eterna. Es por ello que digo que Wehbi al exhibir a La casa de Bernarda Alba como “motivos” está explicitándose a sí mismo como intérprete, como lector, como hermeneuta: por un lado está el valor de la obra en toda su singularidad; pero por el otro hay un plus, un resto, que es precisamente el poder reconocer de qué modo Wehbi, como artista contemporáneo, lee este clásico español.
Algo semejante hace con la presencia marmólea del hombre, del varón, del padre (Pater). En Lorca su presencia funciona por exclusión. La ausencia de hombres de aquel universo los vuelve más presentes. En Casa que arde al trabajar con el Pater, la estatua romana (como imperio que da origen a eso que hoy denominamos “cultura occidental”), Wehbi patentiza la explicitación de lo ideológico y reflexiona acerca de la ley y su imbricación religiosa y civil. Si la ley siempre es vista como el modo en el que los hombres se organizan para poder vivir en sociedad, aquí la ley es la que ensancha la diferencia, la escisión, la fractura. Porque la ley es la inscripción del otro, es la construcción del otro: el culpable. Este Pater/Dios vaga por el paraíso caído reflexionando críticamente sobre su propia escritura –el antiguo testamento- y muy puntualmente sobre el génesis. ¿Qué fue al principio? ¿El verbo, la acción, el pensamiento? Él sabe que debe analizarlo muy bien porque en función de lo que diga desencadenará un sinnúmero de consecuencias que moldearán la vida humana durante, al menos, milenios. El otro, Eva, la hembra. El uno, Adán, el varón. Esa grieta genérica que salva y oprime al mismo tiempo no es traducible a una cuestión genérica biológica. Aquí no se trata de hombres y mujeres, se trata de los otros pretendiendo ser los unos. Bernarda Alba podría ocupar el pedestal del Pater si no recordara, como en un efecto involuntario de memoria, que ella también fue una joven niña, una Otra. Su pretensión de unidad (amalgamar las diferencias para hacer del mundo un objeto manipulable) es lo que le da el carácter tiránico que no obedece ni al ser hombre ni mujer, sino al estricto orden ideológico.
Porque aquí no es Bernarda el tema. Es, en todo caso, lo que ella representa: la escisión, la fractura, la eliminación de todo tipo de otredad para garantizar la unidad. Eso es la ley. La homogeneización de lo individual en nombre de lo colectivo (podría tranquilamente asomar, en alguna escena, tanto el Leviatán de Job como el de Hobbes). Pero en ese proceso homogeneizante queda un resto. Y es ahí en donde se encuentra el basural sobre el que se para Wehbi para la construcción escénica de este espectáculo (en el interior mismo de un ámbito pulcro, blanco, equilibrado, proporcional).
Ley y educación son los ámbitos normalizantes por excelencia y el modo más económico de reducción de restos (pero nunca conducirán a su eliminación absoluta). Adela lo sabe y lo vuelve evidente. Criar en la igualdad es aplacar la singularidad. Irremediablemente. Y esa ley y esa educación es la que nos arroja en la lógica de la propiedad privada (la casa es de Bernarda Alba). Ese verbo omitido en Lorca es recuperado en Wehbi y cada vez que un padre recurre al título de propiedad para ordenar a su hijo la obediencia está recuperando a una Bernarda (la de Lorca) que se retuerce exitosa en su tumba.
Y la casa en tanto propiedad es nada más ni nada menos que la propia existencia del orden. La propiedad privada es lo que da garantía de sedentarismo y el sedentarismo es lo que le permite al Estado el control (la vida nómade, dice Niña, tiende a quedarse fuera del control del panóptico). Y por eso cuando hablamos de espacio (la ciudad, la casa, la iglesia, el teatro) hablamos de habitabilidad, de matrices de habitabilidad. Y cada vez que habitamos el espacio (la ciudad, la casa, la iglesia, el teatro) obedeciendo a esas matrices estamos aceptando tanto la ley como la propiedad. Y nos convertimos en mansos corderos que sienten felicidad por haber escapado del caótico bosque del que los cuentos infantiles tanto nos advirtieron. El Bosque –la edad media lo sabía- era el ámbito de lo caótico, lo aleatorio, la barbarie. El bosque es garantía de anarquismo y por eso da miedo. Pero esa figura del bosque, ¿sigue vigente? Wehbi nos advierte en la voz de Adela: “El problema es que ya no sabemos cuál es el bosque y cuál es la casa. El adentro es más letal que el afuera”. ¿Qué haría, frente a este nuevo contexto, la madre de Caperucita con sus consejos sobre el bosque? La normalidad como búsqueda, como proceso. Aplicada al afuera y al adentro para garantizar la ausencia de excedente. Adela es ese excedente, la sobra, el resto. Y es Adela la única incendiaria con poder, porque se asume como resto y no como norma. Adela, la casa, el teatro, todo arde para iluminar, para abrasar, para purificar. Pero también para eliminar lo que haya quedado de excedente. Sólo que como tal nunca es reducible a cero, algo queda, algo resta, y por ende algo siempre amenaza con quedar y ser parte, así, del próximo estallido.
Federico Irazábal.