BOTELLA EN UN MENSAJE, Obra Reunida (Publicación)
EDITORIAL ALCIÓN - DOCUMENTA/ESCÉNICAS, 2012, 308 PÁGINAS.
Libro que reúne un manifiesto estético ("La poética del disenso") y siete piezas dramáticas ("La balsa de la Medusa", "El orín come el hierro, el agua come las piedras", El grito de Lenz", "El matadero. Un comentario", "El (a)parecido", "Hécuba o el gineceo canino", "Fritzl agonista").
Prólogo del libro, escrito por Federico Irazábal:
ESTO (NO) ES UN PRÓLOGO
No es tarea fácil prologar un libro de Emilio García Wehbi. Y no lo es fundamentalmente porque cuando de prologar se trata hay que elegir palabras que den cuenta de la obra del artista en cuestión. Y sucede que en Wehbi no hay ninguna palabra que pueda dar cuenta de manera precisa de aquello que realiza, ya que por varios motivos sus obras –término que en ningún otro caso parecería tan adecuado para hacer referencia a un trabajo en acción– están permanente en fuga. Cuanto más quiere uno capturarla con definiciones y estructuras, más en crisis pone al discurso. Por eso este prólogo no prologará ninguna de las obras. Es más, este prólogo no hablará de ninguna de ellas. Podría haberme convertido en un ilusionista y arrojar bellas palabras sin sentido, inventando conceptos para señalar que Wehbi comprende el fenómeno de la intertextualidad a la usanza postmoderna, desacreditando fuertemente la noción de autor, tras lo que cabría explicar de qué manera eso mina una noción de autoridad, procedimiento al que podríamos considerar la antesala de la política estética de Wehbi; o podría simplemente hacer un juego más poético y advertir en su obra la construcción de voces que emiten discursos y se hacen decir por unas criaturas que por esto mismo y otras razones no alcanzarían a configurar personajes en el modo en el que la crítica dramática entiende tal cosa. Y no habría sido un mal camino, ya que a partir de allí podría haber analizado incluso la poética actoral de Wehbi, señalando cómo quiebra abruptamente con el psicologismo de la escena y podría, incluso, haber analizado el tipo de actores de los que se sirve. Podría haber tomado la categoría de teatro postdramático y desmontarla con clarísimos ejemplos disponibles en cada uno de estos textos. Pero hacer todo esto hubiera implicado una tarea inútil, porque nada daría cuenta de aquello que están a punto de leer o que acaban de leer si hacen lo que todo buen lector debe hacer: leer por su cuenta y prescindir de la erudición del prologuista. ¿No les resulta profundamente desagradable ese personaje que se erige a sí mismo en dueño de un saber superior incluso al del artista que prologa? Porque en definitiva qué es un prólogo, sino el desmontaje de las operaciones estéticas y textuales que un señor, el Artista, decide producir y omitir, y de las que sólo una eminencia como el Prologuista puede dar cuenta, porque está más que claro que el lector no está en condiciones de leer aquello que el prologuero lee. Podría haber hecho eso y más. Podría. Claro que podría. Pero no quiero. Y no quiero al mismo tiempo que decido ubicar este texto como apertura del libro. Decido que soy yo quien puede abrirlo; esto podría haber sido un postfacio, pero eso me habría librado de la contradicción en la que quiero y necesito entrar. Si tuviese el talento artístico de crear ficciones con palabras e introducirme en sus mentes bajo el formato de imágenes, en este momento, en este preciso momento y no en otro, me convertiría en un conejo que, galera en mano, luego de varias escenas de trucos ridículos e impostados, de payasos lacrimógenos y acróbatas fallidos, les diría:
—¡Señoras y señores, ladies and gentleman, bienvenidos al fabuloso mundo de Emilio García Wehbi!
Y apenas pronunciado su apellido, no el primero sino el segundo, una bomba de humo explotaría en escena con el propósito de generar la ilusión de mi borramiento. Pero el truco no saldría y me vería expuesto al ridículo. Disipado el humo, podría notar que me encuentro aún sobre el escenario, en posición de saludo, con una mano tocando mi pecho y la otra extendida, alejándose de mi cuerpo, sosteniendo la galera. Sería un patético conejo ante una audiencia antropófaga, con el maquillaje corrido y la obligación de ocupar la escena porque el truco no salió. En ese mismo minuto tendría dos únicas alternativas: o encontrar la manera hábil de salir a foro o llenar ese vacío incómodo con palabras inteligentes. Pero mientras decido cómo desaparecer algo tendré que hacer: entretenerlos como monigote de circo que soy. Les cuento que no es fácil presentar al hombre al que voy a presentar y mucho menos a su obra. Porque ella –y él– están siempre en fuga de conceptos al mismo tiempo que reclaman que recurramos a ellos para saber qué debemos hacer con lo que tenemos enfrente. Y de pronto, iluminado por vaya uno a saber qué cosa, se me ocurre una imagen que podría dar cuenta de lo que es esta obra, pero al tiempo que me constituye, imagino la desaprobación del propio Wehbi, que no sentiría válida esta imagen. Entablo una discusión con él que dura milésimas de segundo. Es una de esas discusiones que uno tiene con alguien ausente de la escena, al que por eso mismo puede convertir en un ser dócil, dispuesto a aceptar acríticamente los argumentos hasta acabar aceptando el propio criterio. La imagen que venía a cuento se la podemos robar sin créditos a Umberto Eco, autor que probablemente no ocupe demasiados anaqueles en la biblioteca de Wehbi, pero podría ser válida. Desesperado ante el ridículo narro la imagen a ustedes para apagar ese silencio incómodo que abrió un truco fallido.
—La imagen que quiero evocar es la de un bosque, un bosque que permite pensar la idea del texto. Y el lector aparecerá así como un pobre Pulgarcito que va esparciendo sus migas de pan como forma pobre, elemental de señalar el camino. Pulgarcito debe encontrar el modo de no perderse dentro de esa maraña de signos que a partir de complejos artificios constituyen un cerrado bosque. Él avanza entre los árboles siguiendo ciertas pistas que su tradición, su formación, sus expectativas le dictan como forma única de regresar a casa.
De pronto percibo que la imagen no es muy eficaz, pero ya no hay forma de retroceder. Sólo puedo avanzar desdiciéndome sin que se note demasiado.
—El bosque que conforma Wehbi es muy particular –aclaro–. ¡Pero igualmente es un bosque!, como se advierte si tomamos cierta distancia. El problema es que cuando uno está en su interior, el bosque deja de ser tal y se convierte en una sumatoria de árboles puestos allí con una lógica a la que jamás podremos acceder. Está perdida para siempre desde el momento mismo en el que se convirtió en código.
No entiendo bien por qué tuve la necesidad de ofrecer la imagen del bosque para luego desarmarla hasta que de pronto, y también como si fuera un rayo, lo comprendo. Esa imagen está cargada de una concepción de la literatura y el arte que no es muy afín con el autor que tiene que ingresar una vez que yo pueda desaparecer de la escena. Porque esa imagen supone que hay una lógica que un ser superior puso allí malignamente para que yo, un pobre ignorante, un Pulgarcito más de la historia de la lectura, me pierda. Y la obra de Wehbi juega más con otras lógicas que funcionan de presupuesto. Y es ahí, cuando llego a este punto, que recuerdo que en uno de los textos Wehbi menciona al maestro ignorante. Y me doy cuenta que si recurro a esa imagen probablemente podría hacer una salida a foro más elegante. Y entonces mientras me coloco la galera con una dignidad impensada, pongo una de mis manos en el interior del saco y comienzo a disertar.
—Joseph Jacotot fue principalmente un filósofo educacional que creó, en un temprano siglo XIX, una teoría tan interesante como revulsiva para el mundo del saber. Fue él quien propuso ideas tan locas como que un ignorante puede enseñarle a otro ignorante aquello que él mismo no sabe. Y más allá de las discusiones de tipo pedagógicas que aquí podamos hacer, lo que se vuelve verdaderamente relevante en su concepción es la noción de igualdad y la sospecha –confirmada ya de manera recurrente– del vínculo entre saber y poder y cómo eso conlleva a un lugar de inequidad social. El maestro es sabio no por aquello que sabe sino fundamentalmente porque está convencido, e imparte a diestra y siniestra su convencimiento, de que el saber no es un conjunto determinado de conocimientos. Muy por el contrario, el saber es una posición. Esa posición es la que ubica frente a frente al maestro y al alumno casi como si se encontraran en un escenario. Esa línea divisoria entre unos y otros sostiene en su interior, simula, una falsa oposición binaria que busca la verticalización de los roles. El maestro arriba, sabio, el alumno debajo, ignorante. Porque, como sostiene Jacques Rancière, ese abismo separa dos inteligencias: aquella que sabe en qué consiste la ignorancia y aquella que no lo sabe. Así, una de las primeras cosas que el alumno aprende es a valorar sobremanera esa desigualdad y a ubicarse en su propia incapacidad. A este embrutecimiento, Jacotot le opuso una política de la emancipación intelectual que sólo el maestro ignorante podía garantizar. Este maestro no renuncia a su conocimiento pero sí a transmitir su conocimiento al alumno en un juego de transmisión/decodificación perfecto. El maestro ignorante –el artista ignorante– invita al alumno a aventurarse en la selva de las cosas y los signos. Y probablemente no sea casual que un intelectual hable de bosque y el otro de selva. Hay allí una distancia insalvable entre aquel que cree que hay un saber a transmitir y a decodificar y aquel que muy por el contrario no siente que tenga un saber a transmitir sino una actitud ante el saber. El saber como valor por la actitud que lo lanza a la búsqueda y no por el contenido que lo envuelve. Rancière toma a Jacocot para discutir la tradición del arte político en el siglo XX y el modo de entender el rol del espectador. Y muy probablemente sus aportes sean atinados al modo en el que Wehbi piensa, entiende e interpreta al arte.
Su modo disruptivo consiste en socavar los presupuestos que necesitamos para acceder a la precomprensión, único facilitador de la interpretación. El creador y su público se comunican gracias a que comparten una serie de presuposiciones que los convierten en semejantes dispares. Uno habla, el otro interpreta. Uno tiene algo para decir, el otro deseos de escuchar. Ese abc de la teoría comunicacional implica también a la comunicación artística. Es imposible decirlo todo de nuevo. Si digo “niña” infiero que el lector entenderá una serie de elementos vinculados con la idea de niña, esa misma idea que yo creo poder representar. Pero si por algún motivo necesito eliminar de esa lista de propiedades accesorias a la palabra niña cierto elemento, tengo que especificarla. Niña. Dos ojos. Nariz y boca. Dos brazos y dos piernas. Tronco. Veinte uñas en total. Una por cada dedo. Inocencia, ingenuidad. Virgen. Blancura. Mi cultura –y mi lenguaje que constituye mundo y mi mundo que constituye lenguaje– me enseñaron a leer todo eso. Pero si mi niña tiene dos uñas en un único dedo y considero que esa información es relevante para lo que quiero transmitir como autor, debo informárselo generosamente a mi lector. Caso contrario, no podrá inferirlo. Porque mi niña no sería normal. Pero incluso en mi niña anormal hay un presupuesto que no se toca: la noción de uña y la de dedo. Cuantos más elementos dados altere más dificultosa será la comunicación, menos garantía habrá de que mi vívida imagen llegue a cada uno de ustedes. Si quisiera decir esto en términos estéticos, cuánto más realista sea mi discurso más acomodado estará a los presupuestos. Y si hay algo que se puede decir en términos afirmativos de la obra de Wehbi es que no cultiva el realismo.
Wehbi monta un dispositivo escénico–textual a través del que socava esos presupuestos al tiempo que nos obliga a volvernos activos. Uno de los puntos más intensos de su teatro es que trabaja sobre los propios supuestos de la disciplina. Y tal vez uno de los más interpelados sea precisamente aquel que afecta a la figura del espectador. Ese ser pasivo, inerte, sumergido en la oscuridad voyeurista, esa pasividad cómplice será jaqueada por un teatro que se apropia de sus potenciales reacciones. La obra de Wehbi piensa por anticipado las potenciales reacciones del espectador y se las apropia desde la escena misma. Así, al ubicar en la escena nuestra reacción nos obliga a recorrer otro camino, a reaccionar de otro modo. Alguna vez y en alguna charla más o menos informal me dijo que al espectador porteño no se lo podía correr por izquierda. La imagen que ese público tiene de sí mismo (resumible, quizás, en la cada vez más vaga noción de progresismo) hace que ese sea su espacio mismo de idealización. Por ello el modo de provocarlo, lo entendía así en el año 2002, era por medio de la incorrección política. Esto no significa, como algún crítico improvisado dijo en su momento, que se trate de un teatro conservador.
El teatro de Wehbi es en este sentido un teatro disruptivo responsivo. Es responsivo en tanto se piensa a sí mismo inmerso en una compleja red que lo limita, lo tironea, lo deforma. Y esa me parece una imagen mucho más interesante que la de la “intertextualidad postmoderna” a la que hacía alusión antes. El teatro de Wehbi es profundamente dialógico e incitador al diálogo. Toma, cita, se apropia, deglute, vomita textos de Peter Handke, Michael Foucault, Dante Alighieri, Chris Burden, Gericault, Hans M. Enzensberger, Claude Lanzman, Thomas Bernhard, Paul Virilio, Gilles Deleuze, Jan Svankmajer, Bataille, Rimbaud, Kafka, Heiner Müller, Einsturzende Neubauten, Artaud, David Foster Wallace, Nicanor Parra, William Gaddis, Rilke, Shakespeare, Viel Témperley, Temple Grandin, Büchner, Chris Marker, Mozart, Edgar Allan Poe, Lewis Carrol, Luis Buñuel, Néstor Perlongher, Walter Benjamin, Eurípides, Beckett, Carl Scmitt, Jung, Theodor Adorno, Pascal Quignard, Charles Simic, Ovidio, entre otros. Wehbi no es, está más que claro, ni el punto de partida ni el punto de llegada. Y es disruptivo precisamente por ese altísimo nivel de consciencia del sistema al que pertenece. Esa pertenencia combinada con ajenidad es lo que hace de su obra un fenómeno indescriptible e incapturable: materialmente consciente de sus condiciones de producción, la obra se muestra al tiempo que se esconde, obligándonos como espectadores –o lectores a partir de hoy– a tomar partido. Porque si hay algo que no se corresponde con su estética es el producir indiferencia…
Dicho esto, y ya solucionado el inconveniente técnico, retomo el plan original:
—¡Señoras y señores, ladies and gentleman, bienvenidos al fabulo mundo de Emilio García Wehbi!
(Bomba de humo. Efecto. Telón)
Federico Irazábal.