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ARTAUD: LENGUA ∞ MADRE (publicación)

EDICIONES DOCUMENTA/ESCÉNICAS, 2015, 96 PÁGINAS.

Artaud: lengua ∞ madre nace a partir de un trabajo en colaboración entre Emilio García Wehbi y Gabo Ferro para la Bienal de Performance 2015. Juntos abordan la compleja relación entre arte, cultura y mercado. Es un texto escrito a cuatro manos, a partir de un ir y venir del material bajo la premisa de intervenir sobre la escritura del otro. Es un procedimiento que se vuelve la política del texto y una nueva forma de poner en crisis el concepto de autor. El libro está compuesto por materiales diversos: poesías, conferencias y un “Contramanifiesto del Método Abraham” donde se pone en evidencia las dificultades que implica el ser rupturista en un sistema (el cultural artístico) que basa su supervivencia precisamente en el arte de la expansión ilimitada”

Prólogo del libro, escrito por Federico Irazábal:

"¿De qué otro modo habría podido soportar la existencia,
si en sus dioses ésta no se le hubiera mostrado
circundada de una aureola superior?

Friedrich Nietzsche, "El nacimiento de la tragedia".


MANUAL DEL USUARIO

0.
Acercarse a una historia del teatro es inmiscuirse en una breve pero típica historia de la razón en la cultura. Hay allí toda una estructura que nos posiciona, irremediablemente, en torno a un sistema de periodización vinculado con el recorrido de la palabra sobre los escenarios. Alcanza, para corroborar tal hipótesis, con mirar los índices que las componen y veremos que la estructura está determinada por la historia de la dramaturgia, nunca por la historia de la escena. Escenarios, directores y teatros quedan perdidos detrás de lo aparentemente único perdurable de lo escénico: el texto (mal llamado dramático) y sus autores. El teatro en este sentido es vehiculizado por la dramaturgia, y no por la escena. Este potente proceso constituye hoy una línea ideológica de lo teatral que envuelve a hacedores, investigadores, críticos y púbico. El teatro ha sido reducido no a sus cenizas (lamentablemente) sino a una mueca representativa de sí mismo.
Ese triunfo del logos, de la razón, de la palabra, sobre la escena, el ritmo y el cuerpo, han hecho del teatro un ámbito de mero reconocimiento burgués alejado de sus valores rituales milenarios. Y no sería tarea descabellada, aunque sí compleja, reescribir la historia del teatro tratando de desentrañar esa madeja. Pero no sería tampoco una tarea del todo original. Ya hubo alguien que la inició, que trató de pensar en esos aspectos inherentes a esta disciplina tratando de comprender cuáles han sido las líneas en pugna y cómo el “espectáculo” (él no hablaba de eso, pero podríamos adaptarlo) se fue apropiando del rito.
Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia realiza una mirada acerca de cómo el trágico suicidio helénico se produce debido a una desbalanceo de fuerzas originariamente equilibradas aunque en tensión permanente. Apolo y Dionisos, dos fuerzas tan contradictorias como interrelacionadas, fueron viviendo un derrotero en donde uno fue apoderándose del otro y eso condujo inevitablemente al fin de un período. Tradicionalmente se trató de una lucha con breves períodos de reconciliaciones. Mesura y desmesura, razón y locura, control y descontrol, cada una de esas díadas no están desprendidas de las prácticas simbólicas de un pueblo, dentro de las que se incluyen, por supuesto, las artes, aunque esta palabra no designara exactamente lo mismo que hoy.
El ditirambo dionisíaco, origen del teatro antes del teatro mismo, fue cediendo terreno a la representación y la moral. El punto de participación se convirtió en punto de mirada. Sócrates, y en mayor medida Eurípides, fueron haciendo la tarea que acabó por expandirse, cual virus, por el futuro del teatro. Esa racionalidad encarnada por la evolución del texto (y de la moral) en la escena acabará convertida en diferentes tipos de aberraciones de las cuales, el clímax, lo constituye el denominado “texto espectacular”, con el que la academia captura lo incapturable, vuelve transmisible lo intransferible y convierte el acontecimiento en guión.
Probablemente desde allí pueda pensarse una guerra silenciosa, sin competencia explícita entre las partes pero que, como ocurre con toda guerra, genera consecuencias para el futuro.

1.
Antonin Artaud es uno de los nombres de esa potencial batalla, y es el nombre de la derrota. Es el olvido, el resto. Artaud no puede ser pensado desde la hegemonía porque en la batalla que emprende no tiene chances de ganar. Su contrincante poderoso desarrollará, desde Moscú y para el mundo, un famoso método de actuación que llevará su nombre, método Stanislavsky, pero que estará en diálogo perfecto con una concepción de la escena y un tipo determinado de práctica dramatúrgica, junto con una clara idea acerca del teatro y su inscripción social. Dos modos de ser, uno triunfal y poderoso; otro derrotado e impreciso.
Artaud es al teatro occidental –aquel que da sus primeros pasos asesinando a Esquilo- lo que la sobra es al banquete: es el resto de un derroche, pero también el hastío. Hay en la obra indeterminada e imprecisa de Artaud una suerte de serpenteo que evita la captura, elude la razón, evade al perseguidor. No hay modelo, no hay lógica, no hay estilo. Artaud no puede convertirse en adjetivo a costa de ser asesinado. Artaud es irrecuperable e intransferible. Artaud se piensa negativamente porque quedó anclado a la sombra. Pero no se siente disminuido por ser sombra. Él optimiza la sombra y sabe hacerla mover independientemente de la figura de la que da cuenta. Artaud es el artista errante y hediondo; pero su peste no es la propia sino más bien la de su contracara. Artaud arrastra, en tal sentido, una pesada piedra atada a su cuello: la tradición se le impone y lo negativiza. Artaud es todo aquello que no es sistema, Artaud es todo aquello que opera como quiebre, como desliz, como corrimiento.
Y así, de tanto en tanto, con saltos que poco tienen que ver con la dialéctica de la historia, Artaud es vuelto a ser visto –con la consciencia de la irrecuperabilidad del acto-, observado y escenificado a partir de una tensión que lo devuelve a la sombra, pero desdibujando sus formas y sus fronteras.
Artaud sería, en términos nietszcheanos, el perfecto ditirambo dionisíaco que alterna en la historia con la pura forma apolínea. Pero ante esta mirada dialéctica no queda otra más que reconocer la profunda incapacidad de hacer síntesis de Artaud. Él ni siquiera constituye lo antitético de la dialéctica. Es el resto, el excedente, el afuera de un sistema que no para de expandirse para cada vez más incluir aquello que lo confronta.
Y aquí no se trata de sostener ninguna comparación odiosa. Sólo se trata de intentar comprender en qué medida la batalla iniciada por Artaud ya estaba perdida desde hacía por lo menos veinticinco siglos. Y que cada vez que esa batalla se produce nuevamente no se puede esperar sino el mismo resultado: su fracaso.

2.
El teatro, las artes todas, pujan por su ingreso en la cultura. Y tal ingreso conlleva un necesario costo: el acomodamiento innegociable a lo establecido. La cultura despliega una fuerza, una energía, que la hace homogeneizar lo diferente, acomodar lo disidente. Hace que lo disruptivo encuentre caminos de lectura y anestesia al usuario. Tal vez, desde esta perspectiva, sería interesante comenzar a desandar el camino que construye al espectador como amo y señor de las artes, y comprender en qué medida la noción de usuario le es más pertinente (por fuera y en lucha con la opinión de Jacques Rancière cuando refiere a la emancipación). El usuario sabe de qué modo accionar con el producto para obtener de él la satisfacción buscada. El usuario sabe qué funciones cumple el cine, el teatro, la música, la literatura. El usuario, como todo buen usuario, sabe qué partes del manual no tiene que leer para no ideologizar el consumo, así como también sabe cómo hacer para silenciar, del producto, aquello que lo irrite o lo provoque. El usuario sabe que el objeto lo convierte en sujeto gracias a que se pone a su servicio. Y al tiempo que el usuario hace esto, renuncia a su autonomía y, lentamente, va volviéndose dependiente del objeto que lo define.
Artaud repele al usuario. Artaud navega por otras zonas y se escabulle al sentir que lo capturan. Pero Artaud, para navegar, pagó el precio del silenciamiento, del exilio, y, peor aun, el de la promoción al estatuto marmóreo.
Artaud no está vivo en el teatro que hoy usamos. La energía del teatro occidental contemporánea es una energía que nombra la vida, y teme a la muerte. Y que cuando se mete con ella la representa como forma privilegiada de domesticarla. Por eso es paradojal, artaudianamente paradojal diría, el uso de la noción de “lengua madre” para pensar este teatro. Stanislavsky constituye una lengua madre, al igual que Bertolt Brecht. Ellos son las matrices sobre las que se genera la práctica teatral contemporánea. Tesis y antítesis respectivamente. Y tanto Wehbi como Ferro saben la operación dialéctica que están llevando a cabo y es por eso que tienen que sabotear el concepto como tal. Sacar a la lengua de la cultura y volverla carne, materia prelingüístico-idiomática: “Cuida mi lengua de todos los idiomas que ellos no valen nada. / Lengua loca, la única parte de mi cuerpo / que no acuerda, no cuerda, no a cuerda”. Lengua madre se distancia así de su sentido idiomático para devenir en órgano muscular. Lengua sin posibilidad de reproducir lengua. Lengua que no replica al idioma, es decir: lengua desfuncionalizada. Lengua que, al moverse, no dice.
Al teatro hegemónico, desde Artaud, hay que pensarlo en términos del “doble”. El teatro tal como se lo entiende es el arte de la duplicación, de la representación de algo que lo excede y que puede ser entendido como el originario “mundo real”. El teatro en tal sentido sería un lugar al que las personas van para utilizar un dispositivo anestésico por excelencia. Los usuarios encuentran en este dinámico objeto un lugar de goce y reconocimiento, sabiendo de antemano que cuentan con todas las medidas de seguridad que vienen garantidas por un Estado que ha velado para controlar que nada, absolutamente nada, se salga de su correspondiente cauce. El teatro, para su legítimo usuario, sería ese lugar de plena protección al que la persona va para “aprender”, para “volverse mejor persona”, para “purgar” miedos y fantasmas pero sin temer ningún tipo de riesgo. ¿Podemos convenir que eso es el teatro?

3.
Si eso es el teatro, el teatro pertenecería más a la cultura que al arte. Y es que pese a que se lo quiera vender como un arte que resiste a la producción capitalista por su carácter eminentemente artesanal, el teatro constituye uno de los ámbitos de consumo que el mercado ofrece para satisfacción del cliente. Conforma, tranquiliza, calma angustias.
Pero hubo algo, a lo que no sé como debería llamárselo, que supo pararse en un lugar de crisis y de radicalidad. Que quiso no ser nada de todo eso. Y ahí es donde aparece Artaud y su estirpe maldita.
García Wehbi y Ferro pertenecen, en algún punto, a esa descendencia. Y Artaud: lengua ∞ madre es un perfecto ejemplo de esto. No porque encarne ningún tipo de ruptura, sino porque reconoce las condiciones, casi inevitables, de la captura. En la escena los objetos se acumulan y se exhiben, se utilizan y torturan; en la letra el lenguaje parece evadir cualquier intento de comunicación si entendemos por ello la transmisión de determinada cantidad de información que llega a otro de manera más o menos afín al modo en el que se la emite. ¿Quién habla? ¿Por qué habla? ¿A quién le habla? ¿De qué habla? Artaud: lengua ∞ madre tiene voces, tuvo cuerpos que emitieron esas voces, pero no tiene un sujeto claro, que emita, que hable, que diga. Es más, podríamos poner en duda si esa voz está hablando o balbuceando. Ideas sueltas, inconexas parecen llegar a nosotros; pero la razón fracasa en el intento teleológico de organizar el material. Hubo fonemas, pero que quedaron imposibilitados de anclarse a una cadena lógica de sentido. Y el espectador, el lector, tendrá que jugar con esa apertura sabiendo que ni la estructura (la organización en escenas, cuadros, actos) ni la organización interna permitirá obtener algo en claro. Y el texto va ofreciendo indicios no de su sentido pero sí de su política: “Yo viajo invertido / en un féretro de tierra / para huir de la cultura / de esta lengua, / pero la corriente: ustedes. / Pero los inmóviles: ustedes. / Pero los invisibles: ustedes. / Los embalsamados: ustedes”. La lógica del oxímoron es, precisamente, no explicitar su lógica. Y a partir de allí, de ese inicio que sólo está en condiciones de garantizar las condiciones mínimas de la enunciación (hay un yo, hay un ustedes; un emisor, un destinatario), el texto continuará su derrotero para ir dejando en claro que el objeto mismo que nos aglutina es el propio arte. El arte y su relación con el mercado, con la industria o, más claramente, con la cultura. Y es por ello probablemente que la única claridad que teníamos (yo, ustedes) se desmonta al desdibujarse al hablante y al oyente: “Tanto en el soliloquio / como en el diálogo / hablo para oírme. / Desde que soy oído / desde que me oigo / el yo que se oye / que me oye / se vuelve el yo que habla / y que toma la palabra / sin cortársela jamás / a aquel que cree hablar / y ser oído en su nombre”. El lenguaje como una infinita cadena de hablantes que hablan un mismo discurso con la ilusoria creencia de la comunicación (ora yo hablo, tu escuchas; ora tu hablas, yo escucho). Emille Benveniste queda así arrojado a un rincón de la escena tratando de comprender de qué modo se da esta batalla por la apropiación del único pronombre no negociable: el yo. Aquí el yo parece perdido. Sólo el perverso dios parecería poseerlo, y, con suerte, cedérnoslo cuando así lo quiera.
Y una vez cedido el “arte de la palabra”, el artista hará de él su materia de trabajo. El artista realizará su obra gracias a que dios (el Papa, el Rey, el Mercado) le han dado un “yo” para que haga uso. Y así aparecen los artistas que viven de su obra y los que viven de su yo convertido en obra. “Contramanifiesto del Método Abraham” parecería jugar en ese sentido: mostrar las dificultades que implica el ser ruptura en un sistema (el cultural-artístico) que basa su supervivencia precisamente en el arte de la expansión ilimitada: capturar aquello que se le niega parece ser el método que el arte encontró de que nada quede afuera, que nada sea desperdicio. Pánico al resto, a la diferencia, al vacío.
Y es aquí cuando nos encontramos en el inicio del círculo: ¿hay posibilidades de quedar afuera sin ser convertido en mármol? ¿Artaud logró triunfar, es decir: fracasar? Su lógica artística no se impuso, quedó relegada ante el desarrollo voraz de una sociedad de consumo que supo que el arte tenía el poder de lavar imagen a todo aquel que quisiera verse de un modo prístino, angelical. Artaud es la encarnación del fracaso pero no porque su obra haya quedado relegada. Más bien por lo contrario: porque su obra ha sido capturada como la de un artista de ruptura. Pero su obra es triunfal en tanto y en cuanto no pudo ser jamás sistematizada y, por ende, acabada. Su obra, y allí radica la labor de Wehbi y Ferro, es un serpenteo de voces, de palabras, de balbuceos. Su caótica obra, inclasificable, se mueve por la cultura evadiendo los controles y tratando de anclar, de tanto en tanto, en un objeto artístico para luego, inmediatamente, abandonarlo. Su obra es lengua; pero en el sentido de músculo, no de sistema de organización de sentido. Por eso probablemente este texto culmine con la presencia de esas dos lenguas presentes en un mismo cuerpo, pero situada en ambos extremos del aparato digestivo: “Nuestras dos lenguas fueron las dos puntas del ovillo que fuimos y que somos. Han sido centro y periferia, ciudad y campo, unitarios y federales, católicos y liberales, gorilas y peronistas, azules y colorados, peso o dólar”. Este sistema dicotómico, que nos remite al modo dual de pensar nietzschiano sobre el teatro –Apolo, Dionisos-, nos permite entender dónde quiere pararse esta performance, ahora texto: la lengua del diablo es la lengua del otro, es la lengua que dice lo indecible, que piensa lo impensable. Esta lengua anal es la que se posiciona en el lugar de la digresión, sabiendo que su destino también es dual: el exhilio y el mármol; el mármol y el exhilio… dos formas idénticas de eliminar el cuerpo, dos formas semejantes de domesticarlo. Pero lo dicen mucho mejor ellos hacia las últimas líneas: “en el proceso utilizado para domesticar a los poetas, el aplauso insensato y convencional es uno de los factores más peligrosos. El poeta que sucumbe a la tormenta del aplauso del amo debería concluir que ha hablado con lengua no antropófaga. El poeta entonces debe desconfiar del aplauso de ese amo con el que se fabrican las rejas de su prisión, que termina por ser para él lo que el electroshock a los locos y el Ritalin a los niños indóciles. El poeta deslenguado o domesticado se convierte así en un ejemplo acerca de la inutilidad de ser libre y soberano”. El poeta que se libera del yugo de los dioses, parece haber caído en el de su usuario, mayormente conocido como espectador, público, audiencia. Es, ni más ni menos, que el tránsito que va del artista y su amo hacia su ilusoria libertad en el mercado.

Federico Irazábal.

ARTAUD: LENGUA ∞ MADRE (publicación)